Vamos a hablar sin cuentos. Para esto nadie nace aprendido, ni aplica aquello de que la práctica hace al maestro. No es así.
Es fácil pero se necesita guáramo. Y eso, en este caso, se acumula.
Para aprender a perder hay que perder varias veces, hay que perder bastante en cantidad
unas veces y en calidad otras tantas. Son necesarios también una dosis no despreciable de pérdidas incomprendidas, un instinto básico de supervivencia y, si se puede, un ánimo abierto a la posibilidad de compensación... o una fe directamente proporcional (y mayor) a la sensación de pérdida.
Perder es un arte tanto para el hombre frío como para el apasionado, pues más que entenderlo hay que sentirlo, sentir de dónde viene, o saber contemplar la incertidumbre absoluta de su origen y aceptarla: es un arte.
Como Bishop -autora del poema de donde saqué el título- he perdido una ciudad, un amor, también una decena de esperanzas... He perdido inocencia, 4 hermanos, 6 amigos, 3 santuarios, una fe, un orgullo y quién sabe cuántas memorias que valía la pena guardar. Y esas son sólo cosas que no he vuelto a tener.
Pensé, por eso, que tenía lo necesario. ¡Pensé estar tan cerca de amaestrarlo, este arte! Pero es una virtud esquiva. Una cosa es tenerla, dominarla es otra: cuando el reloj me dijo que estaba despegando ese avión y una gran parte de mí se contentaba muchísimo por tu experiencia, hubo otra parte que se cubrió los ojos.
Así que no, aún no lo domino... pero el arte es arte y hay felicidad dentro de esta pequeña y rebelde tristeza, parce que celui qui ne perd jamais est celui qui n'a eu -ni aura- rien de précieux.