4 de mayo de 2009

Mi historia de él

Él era un niño con ojos de plomo. Quemado por el sol, su carácter cálido contrastaba con esos ojos marcados en tan frío metal por quién sabe qué vivencias. Nunca fue lo que ellos llaman normal, en estas soucidades de hoy. Nunca, desde que dedujeron que, por ser de metal, sus ojos no verían el mundo como los de ellos – los humanos regulares y aprendidos – lo veían. O lo ven, ¿qué sé yo de cómo lo ven? Siempre pensé que les daba lo mismo un jardín que un desierto, mientras hubiese pan, transporte, look y dinero.

Total, que el pequeño pasó mucho aprendiendo a dilatar sus pupilas. Ahora que lo pienso, quizá por eso se concentraba tanto después al mirar. Tomó el gusto de sentarse sobre espacios verdes, sobre gramas suaves (o no) – ¿a tomar aire? Todos nos preguntamos lo mismo –. Si comía o no es un misterio, pero debió comer porque así creció.

No jugó con carros, ni soldados, ni vaqueros, ni muñecas, flores o coches. Nunca habló, según dicen. Pero yo, que lo observé tantas veces de lejos y pocas veces más cerca, lo vi tocar mariposas y observar su vuelo, murmurar canciones y cosas a uno que otro animal extraviado y silbar siguiendo el vuelo de los aviones. Y lo vi abrir los ojos, sus ojos metálicos, cuando tocaba un árbol. (¿Cómo olvidarlo?) Lo miraba como si lo estuviese escuchando. Un muchacho con ojos de plomo, auscultando un árbol.
Era un poema en imágenes.

Sólo dos veces lo vi de noche, caminando en la ciudad de ellos. Merodeé queriendo encontrarlo para verificar los rumores que oí desde pequeña en boca de aquellos mendigos de plazas. Que se apartaban del niño, que no osaban tocarle, que a veces gritaban su nombre para quién sabe qué…
y decían que estaba loco… Loco desde que lo veían correr persiguiendo su sombra en galerías llenas de figuras de humo.
Yo sé que lo suyo no era locura sino obsesión.
Yo sé, a diferencia de ellos, que él no buscaba espíritus; yo sé que reía y gemía y gritaba mientras se buscaba a sí mismo, o a quien él había sido en un pasado borrado por la arena de ese mundo insolente.

Lo que no sé, al igual que ellos, es a dónde se fue él. O si alguna vez se dio cuenta de que este mundo no le era suficiente.

A veces encuentro árboles y me reclino,y como que lo extraño, a él y sus ojos fríos, y le hago compañía sin que esté.

4 comentarios:

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